SÁBANAS DE FRANELA

 

No las abandoné, las dejé allí como se deja el último puesto de mando antes de claudicar y retirar las tropas del territorio que una vez fue propio cuando el enemigo ya ha vencido.  Como los tripulantes dejaron tocar a los músicos del Titanic, a sabiendas de que no saldrían de allí, pero creyendo que mientras aquellos acordes sonaran, todavía quedaba esperanza de que se restableciera la normalidad. Inocentes, como si el hundimiento del crucero no fuera una realidad ya consumada. Las dejé allí porque no quería reconocerlo, porque aceptar el exilio cuesta, aunque suponga volver a casa.

   Era marzo y yo vivía en Sevilla. Las noches aún seguían siendo frías, como si la hostilidad del mundo, que no se veía ante el Sol cegador, tuviera la posibilidad de mostrarse bajo la luz serena de la Luna. Siempre he sido de las que creen que de noche se lee mejor, pero aquello no supe verlo. De verdad que no lo vi y todo me pareció una burla de la Historia, pues me sentí un poco César: a mí los idus de marzo también me sorprendieron, e, igual que a él, también me habían avisado previamente los seres tocados por los dioses que presagiaban la desgracia. No los creí y, como Julio César, no me esperaba los puñales, pero el destino llega aunque no lo esperes.

   Para entonces había visto en muchas películas las típicas escenas en las que los protagonistas se mueven como autómatas, con la vista perdida, bloqueando sus emociones, deseando que alguien pulse su botón reset y la realidad vuelva a ser la que ellos esperaban. Nunca imaginé que iba a vivir una escena así: «recoger, empaquetar, despedir, volver». Y las sábanas allí, observando cómo todo se precipitaba a su alrededor. «Marta, más rápido porque Hodor no aguantará mucho la puerta y cuando se abra no podrás parar la avalancha de sentimientos que se lanzarán sobre ti como aquellos inmisericordes caminantes blancos. Marta, ¡más rápido!» Mientras, las sábanas, allí.

   Cuando los infinitivos se tornaron participio, cuando la Avenida Kansas City quedó al oeste, como la ciudad que le da nombre, porque yo ya estaba en Córdoba, sólo entonces, pensé en las sábanas de franela. Las había dejado allí, puestas, como una bandera que corona un ochomil y que parece decir “aquí he estado yo”, del mismo modo que rezan las puertas de muchos baños de discoteca. Era mi marca de territorio, mi conexión con la realidad. En secreto, para mí aquel acto era un reto al virus, le enseñaba mi cama sevillana hecha como un torero enseña el capote al toro, elevando el mentón con orgullo, mostrando una fortaleza que es más pretensión que realidad, pues al morlaco y al virus les basta un movimiento para acabar con sus rivales.

   Ahora es noviembre y he vuelto a poner las sábanas de franela, pero yo estoy en Córdoba. El mundo es el mismo, pero ya no es igual, como un árbol caduco cuando vuelve a llenarse de hojas; parecerá el que era, pero a las compañeras que perdió meses atrás ya no volverá a recuperarlas. A este planeta, como al árbol, le falta gente y los que seguimos hemos cambiado. Unos acusan en sus cuerpos las secuelas de una lucha que continúa; otros, los que hasta ahora hemos estado en las trincheras, sufrimos los estragos en nuestras mentes. A todos se nos ha roto algo, el alma. Y es que, ¿cómo se sale indemne de un tsunami si eres la primera palmera de la playa?

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