Talismán

Era un patio estrecho que suplía lo que le faltaba de ancho con lo que le sobraba de largo. Antes de que yo naciera, concretamente 2 generaciones antes, ya existía esa planta. Siendo yo muy pequeña la llamé “Ramón”. Supongo que le di nombre para personalizarla, pues de todas, siempre fue mi favorita. No sé exactamente por qué llamó mi atención, supongo que por las bolitas rojas que la coloreaban en invierno y el aspecto árido que adquiría en verano con sus hojitas en forma de aguja.

Yo crecí en esa casa alargada que luego heredé y en la que hoy me limito a comer, cuando puedo; ducharme, ahora mil veces; dormir, lo poco que me permite el insomnio; y, ver, a ratos, a mis hijos. Hay tiempo para poco más.

Hace ya bastantes años que elegí la enfermería como profesión, pero nunca imaginé que me tocaría vivir lo que se nos ha venido encima este año. Yo trabajo en un hospital y lo que he visto este año en él no me lo habría podido imaginar. Cuando los medios lo comparaban con una guerra, vi la similitud muy rápido. A urgencias llegaban pacientes tosiendo, arrastrándose, algunos se echaban al suelo buscando un aire que no entraba en sus pulmones y me recordó a las muchas escenas de películas de guerra en las que los soldados supervivientes al impacto de un misil buscan en vano bocanadas de aire que no encuentran debido al polvo de la detonación. Las escenas eran sobrecogedoras. Sanitarios que volábamos por los pasillos, enfermos con picos de fiebre de 40º grados que deliraban en el suelo, lágrimas de súplica de muchos pidiendo con los ojos que hiciéramos algo más por ellos cuando nuestras posibilidades ya se habían agotado. También nuestras propias lágrimas al salir del turno doble o triple cuando nos subíamos en el coche o los abrazos con los ojos entre compañeros en el parking del hospital al que llegábamos saturados. Y, pronto, la noticia de alguna baja en el equipo y la desesperación por tener que suplir su falta.

En mi caso, el miedo no se hacía presente en el hospital porque la carga de trabajo y el anhelo por ayudar me sostenían e impulsaban a seguir. Pero, a diario, ese miedo era mi copiloto fiel de vuelta a mi hogar. Pensaba en mi marido y en mis hijos, ellos estaban a salvo confinados, pero yo llegaba sin saber en qué condiciones lo hacía. Al entrar en casa cruzaba el pasillo y, casi instintivamente rozaba a Ramón. Esa planta dura, resistente, una auténtica superviviente que había enterrado a dos generaciones –mi bisabuela y mi abuela- y convivía con otras dos –mi padre y yo misma-. Buscaba en ella las fuerzas para continuar y casi le suplicaba con aquella caricia que me sostuviera, que me protegiera y que cuidara de mi familia.

Poco a poco la situación mejoró. Empezamos a dar altas, a aplaudir a nuestros enfermos igual que nos aplaudían a nosotros desde los balcones. Con el calor empezó a llegar la remontada hasta que logramos mantener la pandemia dentro de unos límites pero, tras el verano nos esperaban la segunda ola. Ya había sido anunciada, el equipo del hospital, viendo cuál había sido la tónica estival, la vio venir, pero eso no bastó para que ya en otoño, colapsáramos de nuevo. Esta pandemia era como una hidra, al acabar con una cabeza, salen más.

Y mientras dentro del hospital parecía que el tiempo no pasaba porque la vida era la misma día tras día -una sucesión de pacientes de nombre distinto pero cuadros clínicos similares- fuera, llegaba diciembre. Yo he estado meses entrando en casa y encontrándome a dos niños cada vez más grandes, más aplicados y, creo, cada día más maduros.

Un día de diciembre, hace escasas semanas, llegué a casa destrozada. Era de noche y habíamos perdido a una paciente. Después de luchar durante más de 30 días en la UCI, sus pulmones colapsaron. Que suceda esto siempre es un mazazo, pero que lo haga justo antes de Navidad es demasiado duro por mucho que este año hayamos tenido muy presente la muerte. Al entrar en casa me preparé como siempre, porque nosotros no hemos variado las costumbres: “cambio de zapatos por zapatillas, gel hidroalcólico y fuera mascarilla”. Con este sencillo pareado intentábamos hacer que los niños encontraran atractivo el ritual cotidiano. Mientras hacía todo esto noté un ligero resplandor en el patio, pero no presté mucha atención. Continué mi camino cabizbaja porque me pesaba demasiado el día, hasta que llegué a la altura de Ramón. Cuando fui a tocarlo como todos los días, reparé en que estaba cubierto de sus pequeñas bolitas rojas y las luces de Navidad de nuestro árbol de plástico de siempre. Miré hacia la puerta del salón de la que salían mis hijos y mi marido para reunirse conmigo en el patio.

-Mamá, como este año no has podido decorar con nosotros porque estabas trabajando, te hemos querido dar una sorpresa. Y como Ramón es muy especial para ti y ya tiene sus bolitas rojas, papá ha pensado que este año no podías tener un árbol de Navidad mejor. ¿Te gusta?

Fue ese el momento en el que reparé en todo lo que me estaba perdiendo con mi familia por luchar fuera de casa para que el mundo en el que ellos vivían fuera algo mejor. Me arrodillé y no pude evitar llorar al abrazarles. Así, mientras hundía mi cabeza en el pecho de mi marido y apretaba a mis hijos contra el mío lloré todo lo que no había llorado en 2020. Lloré de pena, de cansancio, de miedo, de admiración, de desesperación, de alegría, de emoción y de amor. Fue una forma distinta de vivir el inicio de una Navidad diferente.

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