LA CARRETERA


Vivía en un pueblo grande, uno de esos en los que no todo el mundo se conoce. Había vivido allí toda su vida, pero no se sentía muy unida al lugar que la había visto crecer. Tenía 18 años y la sensación de seguir siendo una niña, una de esas de las que después de clase volvía a casa con su mochila a cuestas. Ya no saltaba en el camino de vuelta porque sabía que le esperaban los millones de apuntes que acompañaban al curso que estudiaba, el temido Segundo de Bachillerato.
   Su vida discurría monótona, sin mayores escapatorias que los fines de semana en Córdoba. Las únicas novedades durante el curso se contaban con los dedos de una mano y, en general, eran referidas a lo que vendría después de la famosa Selectividad.
    Sin embargo, llegó el calor, los finales de exámenes y la graduación y ahí sucedió algo que no esperaba. Había estado imaginando cómo sería ese día durante años, qué sentiría al despedirse del lugar que consideraba su casa, de la familia rara y disfuncional que había formado junto a sus compañeros y profesores, etc. Pero lo que no entró nunca en sus ensoñaciones fue la sensación que experimentaría al final de la noche.
    Esa velada de mayo se despidió de su instituto, cenó y bebió junto a sus compañeros y salió del restaurante dispuesta a ver el amanecer.
    Recorrieron las calles del pueblo desde el centro mientras comentaban las anécdotas del día, reían por los comentarios nerviosos de sus amigos, enchaquetados y con corbata todos ellos. Repasaban año por año asignaturas, profesores, temas concretos, exámenes que querrían haber olvidado, otros cuyas notas tenían grabadas a fuego en su memoria. Así, entre risas, bromas y algún que otro nudo en la garganta, llegaron a la rotonda con el barquero que hacía referencia a una de las bodegas del pueblo.
   Fue en aquel momento cuando la joven se dio cuenta de que era la primera que bajaba sola, sin sus padres o los de alguna de sus amigas, y que iba a atravesar aquella carretera por la que transitaba poca gente, pero, en cuyo extremo se encontraba la discoteca. Le sobrevinieron miles de pensamientos, pero no se detuvo en ellos y continuó el camino junto a sus amigas. El ritmo que llevaban era bastante lento, iban con taconazo, lo suficiente como para poder ir haciéndose consciente de lo que se alejaba. Pasó las naves de la empresa de refrigeración, vacías, inhóspitas, y dejó a la derecha las bodegas. Entre paso y paso, señalización y señalización, se fue dando cuenta de lo mucho que había cambiado en esos seis años de instituto.
   Imbuida en sus cavilaciones, no fue consciente de en qué momento había cruzado la rotonda y había llegado al Eroski. Allí se detuvieron el tiempo necesario para esperar a otros amigos rezagados que bajaban en el coche de uno de ellos porque, sí, ya tenían los 18. Cuando hubieron recogido a los profesores continuaron su camino por las dos calles que quedaban entre las naves del polígono industrial para llegar a la discoteca.
    Y allí estaban, ella y ese edificio raro que esa noche no tenía el techo de cristal que solía tener porque estaba inaugurando la temporada veraniega. Ese pequeño microcosmos que intentaba asemejar un ambiente tropical y que, sin embargo, estaba en mitad de la aridez de un polígono industrial de un pueblo de la campiña cordobesa.
   Entró junto al grupo con el que se encontraba. Bailó, bebió, pidió las mil canciones que habían marcado su Bachillerato y, puestos a ello, toda su etapa en el instituto. Pidió las que le recordaban a excursiones, las que le hacían pensar en toda la gente maravillosa a la que había conocido, las que se ponía antes de los exámenes y, cómo no, aquellas con las que celebraba las notas. Salió a la puerta, volvió a entrar y, cuando ya no soportaba más el bullicio, salió de nuevo al raquítico parque que había frente a la discoteca.
   Así, entre bailes, paseos, conversaciones en el banco, vueltas por las calles de alrededor intentando leer los carteles de las naves industriales, tarea compleja en el estado de embriaguez en el que se encontraban, más por la felicidad que por los dos gin-tonics que habían bebido, llegó la hora de volver.
   Había aguantado hasta bastante tarde, o temprano, según se mire. La última vez que había salido era de noche y cuando cruzó la puerta para volver a casa la claridad le avisó de que la noche ya había pasado. Se dispuso a deshacer el camino con el grupo con el que había bajado, pero quedaban muchos menos, sólo los resistentes. Junto a ellos inició la subida al pueblo volviendo a pasar por el Eroski, las naves de las que ahora sí leía los nombres, la rotonda, la esquina del parque, las parcelas de olivos, etc. Ahora lo distinguía todo porque, a su derecha, entre los tejados de las casas diseminadas por el campo y los olivares que había al fondo, se alzaba el Sol.
    El nuevo día la saludaba cerca del lugar donde, por la noche, fue consciente de que aquella mañana iba a cambiar, pero en ese momento sí dejó que sus pensamientos fluyeran. Pensó en que era mayor, en que por primera vez había recorrido la larga distancia la discoteca sin que la acompañaran los padres de ninguna de sus amigas. Y, junto a esta idea, también se cruzó la de que el curso próximo iría sola a todas partes en Sevilla, sin importar lo lejana o cercana que fuera la distancia. Se emocionó, pensó que nunca se había alegrado tanto de que existiera esa carretera, pues al recorrerla había podido ser consciente de muchas cosas, de lo mucho que cambiaría su vida a partir de ese momento y de que ojalá vinieran muchas más carreteras, pues estaba dispuesta a cruzarlas todas.

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