RECUERDO



    Era tarde, muy tarde. Quizá era temprano, no estoy seguro. Lo que sí puedo asegurar es que era ese momento poco preciso entre la noche y el día. Aunque sobre mi cabeza el cielo era aún de un negro azabache, en el horizonte se intuía ya el color.
   Entre la luna, aquel día rotonda y mayúscula, y la luz incipiente de la mañana, podía intuir el paisaje. Qué raro me parecía en aquel momento. Yo, un andaluz criado en un pequeño pueblo de la campiña cordobesa, extrañaba entonces la imagen que veía frente a mí. No diré que me resultaba hostil, pues no lo era. Había sido una ensoñación durante todos aquellos meses de servicio militar, pero ahora me resultaba distante. Me extrañaba no encontrar los imponentes cerros interrumpidos por profundos valles. El sólo pensar en aquel paisaje trajo a mi mente el olor de la tierra húmeda, la imagen de aquellos helechos tan altos como la suma del talle de dos de mis compañeros y un color, el verde. Pensé en las casas que salpicaban los montes, pequeñas, de tejados a dos aguas de pizarra y con madera.
   Diferente, todo era diferente en aquella tierra a la que meses antes me destinaron y que parecía estar en las antípodas por lo largo que resultaba el viaje.
   Recordaba en aquel momento las salidas a San Sebastián, los paseos por el monte, las noches de pintxos y txacoli en los bares de pueblo, la confianza y hospitalidad de los camareros, solidarios con aquello jóvenes perdidos tan lejos de casa. Vinieron a mi cabeza las pocas palabras en vasco que conocía e inventé otras tantas de las que no estaba muy seguro pero me parecieron vascas por la fonética. Fui repasando las especies de animales que descubrí en los montes del País Vasco y pensé en el tiempo. Ese gris plomizo con el que nos levantábamos muchas mañanas y que nos acompañaba hasta la noche, descargando en muchas ocasiones en forma de un txirimiri que calaba hasta los huesos en días de maniobra. Pero me recreé también en el recuerdo de los días de sol y frío que encandilaban a quienes descubrimos por primera vez cómo el verde parecía estar vivo y adecuarse al tiempo cambiando de color. Verde intenso, pero apagado, en días plomizos; el verde vivo, por su parte, estaba reservado para cuando lucía el Sol. Sin embargo, mis recuerdos no eran monocromáticos, también incluían el ocre de los castaños, el azul cristalino del río o el color parduzco de los ciervos. Era una naturaleza rica, de esas tan exuberantes que calificamos como viva.
   Lo recordé todo, repasé cada sensación, me despedí mentalmente de todos aquellos vecinos que veían en nosotros, jóvenes que hacían la mili, una atracción en el pueblo. Me oí a mí mismo contándole al camarero cómo era la campiña de Córdoba.
    Y en aquel momento lo eché de menos. Extrañé, con una intensidad que me sorprendió, aquello de lo que había estado intentando huir mentalmente durante meses. Tenía el petate en la mano y la estación en la que tendría que bajarme del tren en marcha quedaba cerca porque, absorto en mis pensamientos como estaba, me había pasado la de Fernán-Núñez. No había acabado aún mi aventura de la mili, pero pensé con nostalgia en la tierra que me había permitido conocer. ¿Por qué será que se anhela siempre lo que no se tiene? ¿Por qué será que en aquel momento me sentía raro en mi tierra y pensaba en otra extraña, pero de la que ya me había apropiado de por vida? Fue en aquel preciso momento cuando comprendí que el País Vasco formaría parte de mi territorio para siempre. Estaría lejos de él, pero en ese instante en el que el nuevo día despuntaba devolviéndome a casa, fui consciente de que jamás lo olvidaría.

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